Apreciados jóvenes de Decimo grado, este 4 periodo trabajaremos la siguiente Lectura y le desarrollaremos en contexto de un hecho histórico de lo que paso en América en 1492, que ha marcado la cosmovisión del mundo desde lo cultural, social, político y económico.
KANT, EMANUELLE. RESPUESTA A LA
PREGUNTA QUÉ ES LA ILUSTRACIÓN Tomado de: http://www.paginasobrefilosofia.com/html/kantpre/textoIlustracion.html La ilustración es la salida del hombre de su minoría de
edad de la cual él mismo es culpable. La minoría de edad estriba en la
incapacidad de servirse del propio entendimiento sin la dirección de otro.
Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace
en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para
servirse con independencia de él sin la conducción de otro. ¡Sapere aude!
¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la
ilustración. La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha
librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes),
permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la
cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan
cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que
reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así
sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no
tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea.
Como la mayoría de los hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo)
tienen por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso,
aquellos tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí
semejante superintendencia. Después de haber atontado sus reses domesticadas,
de modo que estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso fuera de las
andaderas en que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si
intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues
después de algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero los ejemplos de
esos accidentes por lo común producen timidez y espanto, y alejan todo
ulterior intento de rehacer semejante experiencia. |
LA MAYORIA DE
EDAD Por tanto, a cada hombre
individual le es difícil salir de la minoría de edad, casi convertida en
naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición. Por el momento es
realmente incapaz de servirse del propio entendimiento, porque jamás se le
deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan a la persistente minoría de
edad están dados por reglamentos y fórmulas: instrumentos mecánicos de un uso
racional, o mejor de un abuso de sus dotes naturales. Por no estar habituado
a los movimientos libres, quien se desprenda de esos grillos quizá diera un
inseguro salto por encima de alguna estrechísima zanja. Por eso, sólo son
pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu, logran salir de la minoría
de edad y andar, sin embargo, con seguro paso. Pero, en cambio, es posible
que el público se ilustre a sí mismo, siempre que se le deje en libertad;
incluso, casi es inevitable. En efecto, siempre se encontrarán algunos
hombres que piensen por sí mismos, hasta entre los tutores instituidos por la
confusa masa. Ellos, después de haber rechazado el yugo de la minoría de
edad, ensancharán el espíritu de una estimación racional del propio valor y
de la vocación que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo. Notemos en particular
que con anterioridad los tutores habían puesto al público bajo ese yugo,
estando después obligados a someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando
algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los incitan a la
sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos terminan por
vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego, el público
puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una revolución sea
posible producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión
interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera
reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los
antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de
pensamiento. Sin embargo, para esa
ilustración sólo se exige libertad y, por cierto, la más inofensiva de todas
las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer un uso público de la
propia razón, en cualquier dominio. Pero oigo exclamar por doquier: ¡no
razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no razones
y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el mundo:
¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!) Por
todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de
ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí
mi respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el
único que puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado, en cambio,
ha de ser con frecuencia severamente limitado, sin que se obstaculice de un
modo particular el progreso de la ilustración. Entiendo por uso público de
la propia razón el que alguien hace de ella, en cuanto docto, y ante la
totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso privado al empleo de
la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto civil o de una
función que se le confía. Ahora bien, en muchas ocupaciones concernientes al
interés de la comunidad son meramente pasivo, para que, mediante cierta
unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia fines públicos, o al
menos, para que se limite la destrucción de los mismos. Como es natural, en
este caso no es permitido razonar, sino que se necesita obedecer. Pero en
cuanto a esta parte de la máquina, se la considera miembro de una comunidad
íntegra o, incluso, de la sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su
calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público en sentido
propio, puede razonar sobre todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones
que en parte le son asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo,
sería muy peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera
a argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia o
inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer. Pero no se le puede prohibir
con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del
servicio militar y presentarlas ante el juicio del público. El ciudadano no
se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados, tanto que una
censura impertinente a esa carga, en el momento que deba pagarla, puede ser
castigada por escandalosa (pues podría ocasionar resistencias generales).
Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como
docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la inconveniencia o
injusticia de tales impuestos. De la misma manera, un sacerdote está obligado
a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la Iglesia a
que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición. Pero, como
docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus
ideas —cuidadosamente examinadas y bien intencionadas— acerca de los defectos
de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las proposiciones relativas
a un mejoramiento de las instituciones, referidas a la religión y a la
Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de
conciencia. Presentará lo que enseña en virtud de su función —en tanto
conductor de la Iglesia— como algo que no ha de enseñar con arbitraria libertad,
y según sus propias opiniones, porque se ha comprometido a predicar de
acuerdo con prescripciones y en nombre de una autoridad ajena. Dirá: nuestra
Iglesia enseña esto o aquello, para lo cual se sirve de determinados
argumentos. En tal ocasión deducirá todo lo que es útil para su comunidad de
proposiciones a las que él mismo no se sometería con plena convicción; pero
se ha comprometido a exponerlas, porque no es absolutamente imposible que en
ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no es en todos los casos
contraria a la religión íntima. Si no creyese esto último, no podría
conservar su función sin sentir los reproches de su conciencia moral, y
tendría que renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante
la comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo constituye
una reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la misma, el
sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden
que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante escritos al
público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote gozará, dentro
del uso público de su razón, de una ilimitada libertad para servirse de la
misma y, de ese modo, para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que
los tutores del pueblo (en cuestiones espirituales) sean también menores de
edad, constituye un absurdo capaz de desembocar en la eternización de la
insensatez. Pero una sociedad
eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia, es decir, una classis
de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría acaso
comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así a una
incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, mediante ellos,
sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría eternizarse? Digo que es
absolutamente imposible. Semejante contrato, que excluiría para siempre toda
ulterior ilustración del género humano es, en sí mismo, sin más nulo e
inexistente, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los
más solemnes tratados de paz. Una época no se puede obligar ni juramentar
para poner a la siguiente en la condición de que le sea imposible ampliar sus
conocimientos (sobre todo los muy urgentes), purificarlos de errores y, en
general, promover la ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza
humana, cuya destinación originaria consiste, justamente, en ese progresar.
La posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos decretos, aceptados
de modo incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo que se puede
decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo podría
imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por así decirlo,
tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una ley
mejor, capaz de introducir cierta ordenación. Pero, al mismo tiempo, cada
ciudadano, principalmente los sacerdotes, en calidad de doctos, debieran
tener libertad de llevar sus observaciones públicamente, es decir, por
escrito, acerca de los defectos de la actual institución. Mientras tanto
—hasta que la intelección de la cualidad de estos asuntos se hubiese
extendido lo suficiente y estuviese confirmada, de tal modo que el acuerdo de
su voces (aunque no la de todos) pudiera elevar ante el trono una propuesta
para proteger las comunidades que se habían unido en una dirección modificada
de la religión, según los conceptos propios de una comprensión más ilustrada,
sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así—
mientras tanto, pues, perduraría el orden establecido. Pero constituye algo
absolutamente prohibido unirse por una constitución religiosa inconmovible,
que públicamente no debe ser puesta en duda por nadie, aunque más no fuese durante
lo que dura la vida de un hombre, y que aniquila y torna infecundo un período
del progreso de la humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose, incluso,
nociva para la posteridad. Un hombre, con respecto a su propia persona y por
cierto tiempo, puede dilatar la adquisición de una ilustración que está
obligado a poseer; pero renunciar a ella, con relación a la propia persona, y
con mayor razón aún con referencia a la posteridad, significa violar y
pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Pero lo que un pueblo no
puede decidir por sí mismo, menos lo podrá hacer un monarca en nombre del
mismo. En efecto, su autoridad legisladora se debe a que reúne en la suya la
voluntad de todo el pueblo. Si el monarca se inquieta para que cualquier
verdadero o presunto perfeccionamiento se concilie con el orden civil, podrá
permitir que los súbditos hagan por sí mismos lo que consideran necesario
para la salvación de sus almas. Se trata de algo que no le concierne; en
cambio, le importará mucho evitar que unos a los otros se impidan con
violencia trabajar, con toda la capacidad de que son capaces, por la
determinación y fomento de dicha salvación. Inclusive se agravaría su
majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo a inspección gubernamental
los escritos con que los súbditos tratan de exponer sus pensamientos con
pureza, salvo que lo hiciera convencido del propio y supremo dictamen
intelectual —con lo cual se prestaría al reproche Caesar non est supra
grammaticos— o que rebajara su poder supremo lo suficiente como para
amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos, ejercido
sobre los restantes súbditos. Luego, si se nos preguntara
¿vivimos ahora en una época ilustrada? responderíamos que no, pero sí en una
época de ilustración. Todavía falta mucho para que la totalidad de los
hombres, en su actual condición, sean capaces o estén en posición de servirse
bien y con seguridad del propio entendimiento, sin acudir a extraña
conducción. Sin embargo, ahora tienen el campo abierto para trabajar
libremente por el logro de esa meta, y los obstáculos para una ilustración
general, o para la salida de una culpable minoría de edad, son cada vez
menores. Ya tenemos claros indicios de ello. Desde este punto de vista,
nuestro tiempo es la época de la ilustración o “el siglo de Federico”. Un príncipe que no encuentra
indigno de sí declarar que sostiene como deber no prescribir nada a los
hombres en cuestiones de religión, sino que los deja en plena libertad y que,
por tanto, rechaza al altivo nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado,
y merece que el mundo y la posteridad lo ensalce con agradecimiento. Al menos
desde el gobierno, fue el primero en sacar al género humano de la minoría de
edad, dejando a cada uno en libertad para que se sirva de la propia razón en
todo lo que concierne a cuestiones de conciencia moral. Bajo él, dignísimos
clérigos —sin perjuicio de sus deberes profesionales— pueden someter al
mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, los juicios y opiniones
que en ciertos puntos se apartan del símbolo aceptado. Tal libertad es aún
mayor entre los que no están limitados por algún deber profesional. Este
espíritu de libertad se extiende también exteriormente, alcanzando incluso
los lugares en que debe luchar contra los obstáculos externos de un gobierno
que equivoca sus obligaciones. Tal circunstancia constituye un claro ejemplo
para este último, pues tratándose de la libertad, no debe haber la menor
preocupación por la paz exterior y la solidaridad de la comunidad. Los hombres
salen gradualmente del estado de rusticidad por propio trabajo, siempre que
no se trate de mantenerlos artificiosamente en esa condición. He puesto el punto principal
de la ilustración —es decir, del hecho por el cual el hombre sale de una
minoría de edad de la que es culpable— en la cuestión religiosa, porque para
las artes y las ciencias los que dominan no tienen ningún interés en
representar el papel de tutores de sus súbditos. Además, la minoría de edad
en cuestiones religiosas es la que ofrece mayor peligro: también es la más
deshonrosa. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esa
libertad llega todavía más lejos y comprende que, en lo referente a la
legislación, no es peligroso permitir que los súbditos hagan un uso público
de la propia razón y expongan públicamente al mundo los pensamientos
relativos a una concepción más perfecta de esa legislación, la que puede
incluir una franca crítica a la existente. También en esto damos un brillante
ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos. Pero sólo alguien que por
estar ilustrado no teme las sombras y, al mismo tiempo, dispone de un
ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza a los ciudadanos una paz
interior, sólo él podrá decir algo que no es lícito en un Estado libre:
¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra
aquí una extraña y no esperada marcha de las cosas humanas; pero si la
contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo es en ella paradójico. Un
mayor grado de libertad civil parecería ventajoso para la libertad del
espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un grado
menor, en cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus poderes.
Una vez que la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla
que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y disposición al
libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el modo de sentir
del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de una libertad
de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra como
provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más
que una máquina. |
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